Me encontraba en algún punto de la carretera que cruza North Platte. Estaba en la cuneta, dedo en alto, cuando una camioneta frenó violentamente y se detuvo a mi altura. Un grupo de hombres se hacinaban en la parte trasera del vehículo, vistos solo por la luz tintineante de sus sucios ojos. Me hice sitio y enseguida me pasaron una botella. La noche era clara y gigantesca. Di un trago y ofrecí el vidrio al tipo que estaba frente a mí. Tuve que llamarle la atención un par de veces. Parecía estar teniendo una visión, por lo concentrado que andaba en el paisaje. Su cara resplandecía, serena, como si de un momento a otro fuese a romper a llorar de emoción. Le pregunté cómo se llamaba. Jack, dijo. ¿Y a dónde vas, Jack? A Denver. Ohh a Denver, pensé. Así transcurrió el viaje, trago sobre trago, en silencio, solo roto de cuando en cuando por una tonadilla sureña cantada a capella por algún jornalero ebrio. Cuando ya despuntaba la mañana me apeé en mi destino, junto a otros que iban a trabajar las mismas tierras. El resto de la diligencia siguió adelante, con Jack acurrucado en la trasera mirando con fascinación el espectacular crepúsculo del Estado de Wyoming. Años más tarde lo vi en televisión, en una entrevista, visiblemente ebrio. Era él, sin duda, los mismos ojos, la misma mirada inteligente, el mismo semblante, pero más triste que entonces. ¡Ese es Jack! Le dije a mi hijo. Si papá, Sal Paradise. ¿Qué Sal Paradise? ¡Jack, Jack! Viajé con él. ¡Qué viajaste con Jack Kerouac! ¿Cuándo? En el 47, en el camino.
Rubén Casado
Rubén Casado
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